La vida pasa, los días como hojas caen irremediablemente uno tras otros, y tu dirás ¡ claro ¡ por eso se queda pelón, ¿quién el árbol?, pregunta el sordo que solo las veía venir porque por los laterales, ni las sombras.

Sordo, ciego y mudo eran cada uno de los tres amigos que cada tarde jugaban a lo chinos, ¡ siete con las que tu llevas ¡ le decía el ciego al sordo, ¡ blanca ¡ , le decía el sordo al ciego, y el mudo que era el que se enteraba del percal y lo veía y oía todo decía.........aaaaahhhh. Aquellas partidas duraban hasta la madrugá, y al final nadie pagaba la ronda. Al día siguiente otra vez igual, y al otro, y al otro......y qué importaba si ellos eran felices jugando a un partida inacabada a los chinos.

Tal vez sea por todos estos y tantos ¡ ay ¡, por los que oyen y no quieren oír o por los que ven y miran para otro lado, por los que pueden decir y callan para no complicarse la vida.

Yo de siempre fui un rebelde, tal vez porque desde pequeño me decían “ si quieres venir conmigo, ver, oír y callar”, y yo quería ir libremente, sin imposiciones, sin dejar de ver lo que veía, sin hacer oídos sordos a comentarios oídos, sin poder largar luego por no estar de acuerdo con lo que veía u oía, a pesar de la posible reprimenda. Me revelaba con lo injusto, con las imposiciones, con los “porque sí, porque lo digo yo”.

Me viene a la cabeza todas esas llaves formadas por ceritos que uno iba rellenando cuando rezaba, cuando hacía un sacrificio, cuando traía algunos céntimos para los negritos, cuando hacía una obra de caridad, esas llaves con la que los jesuítas te decían que te abriría el cielo. Pero yo vi algo que no estaba claro, y me harté de los ceritos y de garantizarme desde tan pronto una llave para el cielo, y a partir de ahí casi cada día los “dos reales”, “la perra gorda” y “la chica” la liaba en un papel con una nota que decía “para los negritos de Africa” y me acercaba en el recreo a la capilla y lo metía como podía en el sagrario colgándome del altar, porque solo me fíaba de ÉL. El cura cuando hacía la misa tenía que estar hasta el gorro de que cada vez que iba a coger el cáliz se peleaba con la puertecita porque la había dejado “apalancada”. Estaba tan harto de aquello que estuvo a la caza y captura metido en el confesionario hasta que una mañana me “trincó”, creo que a partir de entonces ha sido cuando he sido incapaz de llevar dinero al banco ni para los negritos ni para que me lo guarden. Para el padre Bermúdez tras un extenso cuestionario llegó al convencimiento de que tenía madera para cura.

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El siguiente paso fue hacerme monaguillo para estar cerca del clero, fue desde entonces, monaguillo en un convento de monjas clausuras, las esclavas del Sagrado Corazón de Jesús, despunté entre las monjas como un monaguillo rubio atrevido que se arremangaba la sotana para no perder comba, estar de espaldas con la patena en la mano, y recibir algún que otro coscorrón de don Anastasio si miraba más que de reojíllo cuando le tocaba el turno a la madre superiora. Aquella cara blanca y perfecta me fascinaba, yo aspiraba alto, nada de novicias. Era tal el fervor y saberme de memoria la misa en latín desde tan pequeñito que me confiaron entregar y recoger la capillita de la beata Sor María del Refugio y de no se cuantas cosas más. Lo cierto es que con el tiempo la capillita pesaba más y con la ayuda de un cuchillo plano me convertí en el monaguillo que mejor sacaba las monedas para dárselas a los pobres por las esquinas, a las monjas aquello no les gustaba, la capilla no llegaba a gusto de todas y empezaron por recortame mi “dosis” de recortes” de hostia. Y es que el dinero es muy malo.

Sin embargo algo vería Don Anastasio cuando tras preguntarme si quería ir al seminario se dirigió a hablar con D. Alejandro Romero Osborne, Marqués de Arco Hermoso para conseguirme una beca, ya con el beneplácito de mis padres el cura me dijo una mañana con mucho énfasis que todo estaba arreglado ....¡ que me iban a comprar hasta un albornoz ¡, yo en aquella época pensaba que eso se comía. Nunca tuve tanta ropa, calzoncillos, pañuelos, camisas, pantalones, zapatos, éstos no provenían del hermano mayor ni del primo, eran míos. Dejé de ser monaguillo en un convento de monjas, y desde allí al seminario.

No voy a contar mi primer día, ni nada sobre las clases, ni lo de la caja de “panarrias”, ni lo del tubo fluorescente que alguien cayó sobre mi cabeza, ni de esas mañanas intensas haciendo esos programas de la tele demostrando que sabías más que “briján”, ni esos coros espaldas en la pared adelantando y tirando para atrás según tu respuesta, ni esas excursiones a la vaquería o a las cochineras, ni esos lagartos a los que le hacíamos cuevas y los cerrábamos con cristales, ni aquello de que el fuerte protege al débil mientras uno de los otros tres dedos que quedaba de la mano decía que él era “lealtad”, allí aprendí a ver los tubos de escape del seíta de Don Luis o del dos caballo de D. Rafael Florido, tampoco voy a contar nada sobre el elefante pelón del museo, ni sobre esas tardes en la sala de lectura del curso con sillas de madera hechas por los “escultistas” y que ninguno le veíamos defecto, ni siquiera de esas guerras de pan duro que volaban antes de apagarse las luces por lo alto de las cortinas y los tabiques de las camarillas, no, no voy a hablar de eso.


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© "Los niños de Juan Manuel" - Junio 2009"