D. Juan Leiva



EVOCACIÓN PILEÑA

El coche de Pepe Marín y Juan Manuel (Pilas 1970) :


Era una tarde maravillosa, una de aquellas en que nuestro sol de Pilas pegaba fuerte e invitaba a verlo todo de color de rosas. Eran las cuatro y media de la tarde. Yo salía de una clase de complementaria. Había estado con los pequeños de segundo y estaba deseando llegar a mi cuarto para descansar, leer y serenarme. Los pequeños son encantadores, pero agotan; llegan a hartar.

Cuando atravieso la galería central, atrae mi curiosidad un grupo de sacerdotes que charlan animadamente alrededor de un coche. Son don Servando, don Manuel Villasante, don José Marín y don Juan Manuel. El coche es un cincuenta y tantos mil de Sevilla, algo viejo, pero de una presencia agradable y simpática. No lo puedo resistir, tengo que acercarme.

Al llegar, casi a un mismo tiempo, don José y don Juan Manuel me dan la noticia: “¡Es nuestro coche!”. “¿Os ha costado mucho?” –pregunto con interés. “Fíjate, una ganga, cinco mil pesetas cada uno” -Don José lo dice completamente convencido.- “De motor está magnífico” –añade don Juan Manuel más convencido aún. “Me alegro” -le digo. Uno tiene que hacerse el entendido y dar una vuelta alrededor del coche. El vehículo está quitecito, humilde, como avergonzado de que todos le miren. Yo diría que es tímido, que teme defraudar, que quisiera convertirse ahora mismo en el mejor coche del mundo para no perder la estima de sus dueños. Hasta el color le ayuda. No es rojo, ni butano, ni naranja, ni morado... Es algo así como un sonrojo, como un rubor pálido, como una modestia; algo inefable. Puede ser todo y nada, bonito y feo, bueno y malo; una paradoja formidable, como el hombre.


“Desde luego la chapa está un poquillo picada” –dice don José- “Pero para lo que lo queremos...”. “No se nota demasiado” –añade don Servando-. “De motor está imponente” -asegura don Juan Manuel-. “Eso es verdad” –dice don Manuel Villasante que ya lo ha probado dando una vuelta al máximo rendimiento.

“¿No quieres dar una vueltecita?” –le ofrece don José a este nuevo admirador. Un servidor no puede decir que no, pero está pesaroso, temiendo aparecer como un desconfiado. En el fondo una duda terrible le asalta avisándole de que no debe dar la vueltecita, pero no hay otra solución y dice que sí, que la va a dar.

Entro en el coche algo emocionado, como contagiado de la alegría comunicativa de don José y don Juan Manuel, como si el coche en aquel instante comenzara a tomar parte en nuestra vida. Un poco así como que era de todos, por la generosidad de sus dueños y por la humildad del propio vehículo. Es lo que tienen estas cosas. Yo siento una lástima inmensa por los coches usados, porque me recuerdan los padres malos que venden a sus hijos, los gitanos feriantes que venden a sus fieles borriquillos... En fin, que no lo puedo remediar. Con las lágrimas en los ojos me siento delante del volante, sobre un forro algo sucillo pero entero. El forro se puede decir que está bueno.

“Ten cuidado y mira dónde pone los pies” –dice don José levantando la esterilla y dejándo al descubierto una picadura de varios centímetros. El pobre conductor no puede más. Es como si hubiera visto una herida de un enfermo o una matadura de un animal. Recoge el pie con cuidado para no hacerle daño, para no introducirlo en la picadura, para que no le digan que ha metido la pata. Después da una vuelta a la llave de contacto, pero el motor no se cosca; ni chista.

“Bueno” –dice don Juan Manuel- “Es que la cerradura está un poco estropeadilla. Debes llevarla a tope.”- Así lo hace el tímido conductor y, ciertamente, don Juan lleva toda la razón, hay que llevarla a tope. Entonces el coche se despereza sacudiendo sus chapas, da después unos quejidos y comienza poco a poco a serenarse. Todavía, entre los ruidos extraños de latas, bujías y tornillos sueltos, se percibe un sonido bueno, de viejo utilitario digno, de un un motor deseoso de lanzarse. Pero surgen mil dificultades para colocarlo en directa y caminar sin dificultad. Al fin este conductor logra volver hasta el grupo con el nuevo amigo.

Todos están sonrientes, esperando confiados mi impresión. Yo traigo preparado mi discurso de aprobación, un discurso lleno de alabanzas, como se hace con los difuntos. Intento salir, pero la puerta no abre. Don Juan Manuel se apresura a decir: “¡Ah!” Se me olvidó decirte que la puerta no abre por dentro. Espérate, yo te abro. Una vez fuera, puedo comenzar a hablar y digo: “Es muy bueno. Es como los viejos amigos, da todo lo que tiene. Si no da más, es porque no puede. Debéis cuidarlo, mimarlo, atenderlo como a un enfermo.”

Cuando llegué a mi cuarto, me dejé caer en el sillón y pensé: “¡Pobre coche!” Eres demasiado viejo para unas manos tan jóvenes. Será difícil que podáis hacer amistad. Os ocurrirá lo que a los jóvenes y a los viejos, será casi imposible que os comprendáis mutuamente, que os perdonéis los defectos, que lleguéis a amaros desinteresadamente. Pero tú no dirás nada. A lo sumo, te vengarás cuando no puedas más, negándote a caminar, ¡Dios sabe en qué recodo de qué carretera! (1)



(1) Hace unos años, en una reunión en Pilas, Pepe Marín volvió a leer el texto. Y me aseguró que sucedió tal como yo había vaticinado. Los dejó tirado en la carretera de Dos Hermanas y se negó a caminar más.