Todos lo conocen por Willy, sin apellido, nada tiene que ver con Willy Fog, Willy Toledo, ni siquiera con Willy el
portero del Málaga, nada de eso. ¡ Willy ! se oye cerca de la puerta con una vocecita dulce y aguda. Por encima de los cacharros y envases que hay sobre el mostrador
Willy asoma la cabeza intentándo verlo y con una sonrisa le dice que quiere.
Gominolas, regaliz, chupachups, bolsas de pipas, caramelos de todos los sabores y colores, chicles, tarros y más tarros repletos de barritas de chocolates y de todos esos productos
que son requerido en cada instante por cada uno de esos chiquitajos que corretean la calle o van con sus madres al colegio provistos de bolsitas llenas de chuches
o uno de aquellos Bollycao para el recreo.
La tienda, el kiosco o simplemente la casa de Willy está en un lugar céntrico que todos conocen y que una vez u otra
han visitado, porque para tener, hasta la maquinita del tabaco con ese mando que desde detrás de mostrador habilita a los mayores a proveerse de sus paquetes de
cigarrillos para colaborar a echar humo a la atmósfera y colaborar con el Estado con los impuestos suficientes como para no prohibir su venta aunque anuncie que
es perjudicial para la salud.
Willy le echa a su "obligación" muchas horas, muchas horas de pie con el consiguiente esfuerzo para el cuerpo que ya no es
el de un chaval, pero allí está largas horas al momento del cierre a las tantas de la noche.
Lo mejor del día es cada uno de esos largos ratos en los que la tranquilidad por la falta de clientes le permite
escuchar su propia música, montar sus maquetas, tararear sus canciones y escribir en uno de esos papeles de envolver las nuevas letras que tras un micrófono
cantará algún día no muy lejano con su grupo por la plazas de los pueblos que los contraten.